Relatos · Yara Medina

Un Relato en Navidad

¡FELIZ NAVIDAD!

976b5ed358a22f0900b8e91cfb5a280aEste año me gustaría regalarles un relato. No soy dada a las historias cortas pero me pidieron que participara en una antología y este fue el resultado. De nuevo les haré viajar al pasado, a las Islas Canarias. Deseo que lo disfruten tanto como lo hice yo pues cada vez que indago sobre el pasado rescato hechos jugosos para crear personajes. Como en todas mis novelas  me baso en hechos reales para dar rienda suelta a mi imaginación. Los nombres que cito son ficticios pero todo lo relacionado a las expediciones son ciertas. 

Feliz Viaje Al Pasado

Les dejo el documento en PDF a los que no les gusta leer On Line

Pincha AQUÍ para descargar 

La diosa Teline

S XIX, Isla de Gran Canaria

Micaela llevaba semanas luciendo una sonrisa en el rostro. Aquel año volvían a recibir la visita de científicos extranjeros a las islas. Ella, a pesar de ser mujer, tenía la suerte de poder acompañarles gracias a su padre. Este, desde su infancia, se había dedicado a servir a todo tipo de grupos multidisciplinares en busca de hallazgos naturales. Perico, como solían llamarlo, comenzó como porteador, llevando acuestas por los barrancos los fardos con los enseres de aquellas gentes. Siendo avispado aprendió rápido inglés pudiendo así formar parte más activa de las expediciones. Los años lo llevaron a ser el contacto directo de la Royal Cientific Academy para que organizara los viajes, logística y hospedaje en Canarias.

Nada frenaba a Perico, mucho menos ser viudo a cargo de una niña de cinco años. Muchos hubieran dejado atrás a la pequeña, pero esta era lo único que le quedaba y sus ojos verdosos le impedían alejarla de su lado. La instruyó en el mundo de las expediciones. Desde muy pequeña Micaela ayudaba a montar y desmontar tiendas de campañas, ser pinche de cocina, azuzar bestias y dormir a la intemperie. Hasta que la curiosidad científica fue calando cada vez más en ella, haciendo que la joven en la que comenzó a convertirse abriera los ojos y los oídos para captar conocimientos. Su boca, tal y como le había enseñado su padre, debía mantenerse silenciada para no molestar a los visitantes. En su niñez así lo hacía, a medida que sus conocimientos se ampliaban su boca tendía a entrometerse en conversaciones vetadas para ella.

            Micaela podía presumir, y presumía, de haber aprendido de los mejores. Tenía doce años cuando participó de la visita a la isla de Gran Canaria de Webb y Berthelot. El equipo de expedición la tomó como una mascota con la que jugar, hasta tal punto que olvidaron que la niña a la que le mostraba la naturaleza tenía una gran capacidad de retentiva. Webb y Berthelot, necesitaron quince años para poder recopilar material necesario con el fin de publicar Historia Natural de las Islas Canarias, por lo que Micaela se benefició de sus últimos años. Estos científicos organizaban largos viajes y sus grupos solían componerlos varias disciplinas como zoólogos, botánicos y geólogos.

            En los últimos años, tanto su padre como ella, habían visto cambiar el perfil de las expediciones. La fama y la atracción natural de las islas no sólo había llamado la atención de científicos, sino que comenzaba a organizarse expediciones privadas en las que ilustres adinerados se lanzaban a visitar las islas en busca de nuevas experiencia y reconocimiento social. Micaela adoraba las noches de campamentos en las que se sentaban alrededor de una hoguera y los exploradores comenzaban a intercambiar impresiones. Con la llegada de los nuevos grupos Micaela sentía cierta nostalgia al recordar sus años de aprendizaje con los mejores naturalistas.

            Micaela rondaba la veintena, era una buena moza como muchos la calificaban, pero su educación lograba espantar a todos los muchachos que su padre aceptaba que la cortejaran. Ella se sentía una ilustrada, autodidacta, pero ilustrada igualmente. No se se veía superior a sus gentes, pero sí distinta, pues Micaela envidiaba la suerte de ser hombre y explorar mundo. Cosa harto rara en las muchachas de su edad. Había escuchado hablar del continente y sus especies, de África, sus secretos y selvas en las que adentrarse, del Amazonas, y de lugares lejanos donde la nieve cubría la tierra durante meses o desiertos donde no recibían gota de agua en años. Sus sueños giraban en torno a viajar y recorrer el mundo. Aunque de todos sus suelos, lo que más ansiaba en la vida, era acudir al museo de Historia Natural de Londres y ver las especies del mundo reunidas en un solo edificio. Se imaginaba trabajando allí, donde se recibía una muestra o ejemplar de la fauna y flora del planeta.

            En aquel momento Micaela tenía un brillo ansioso en la mirada. En el muelle de San Telmo, en Las Palmas de Gran Canaria, esperaba al grupo de exploradores que llegaba desde Inglaterra. Su padre, a unos metros de la carreta en la que estaba subida, fumaba un puro con la vista puesta en el velero que atracaba en el dique. Ella estaba lista para emprender viaje vestida con sus ropas de faena. Una falda pantalón de lana azul marino, camisa de lino abotonada hasta el cuello y chaleco de piel. Sus botas de caña tenían una buena suela con la que recorrer la isla sin miedo a dejarla atrás. Hacía décadas, los científicos que exploraban la isla llevaban el apelativo “pies descalzos” pues terminaban por perder el calzado en sus recorridos.

            Micaela saltó con brío en cuanto su padre se puso en marcha dirección a los señores que descendían por la pasarela cargados con mochilas y vestidos con ropas de exploradores. La voz de Perico se alzó para comenzar a dar indicaciones a los porteadores que esperaban junto a los carruajes. Su trabajo comenzaba trasladando el equipaje pesado que los visitantes tenían en las bodegas. Mientras, ella, a una distancia prudencial, acompañaba a su padre en su guia por la ciudad. La primera noche se hospedarían en el hostal de don Feliciano, cuyas habitaciones habían sido reservadas con anterioridad.

            El grupo de exploradores lo encabezaba el botánico William Fox. Había visitado con anterioridad la isla y pretendía cruzarla de norte a sur en busca de especies nuevas o continuar con el estudio de las existentes. Sus amigos lo componían dos zoólogos, dos botánicos y un geólogo interesado en volcanes. Uno de los botánicos era quien financiaba la expedición. Lord Molesworth, era un aficionado botánico que quiso ver en persona lo que llevaba tiempo viendo sobre papel. A Micaela le llamó la atención la juventud de la mayoría de los naturalistas, por lo que cuadró los hombros para recibir las miradas a las que estaba acostumbrada. Unas se centraban en recorrerla saboreando su atractivo, otros se sorprendían por la presencia de una mujer y disimulaban su disconformidad; y por último se encontraban los que sacaban pecho, pavoneándose para captar su atención.

            Cuando sus ojos se cruzaron con los de Joseph encontró algo distinto. Sus ojos ambarinos le sonreían, parecía divertirse con algo que le rondaba la mente mientras la observaba. Ella levantó una ceja interrogante y este, siendo fiel a la educación inglesa, se quitó el sombrero para presentarse extendiendo una mano enguantada.

– Joseph Robert Wolf, señorita Sarmiento. —la saludó— Insistí al señor Fox para que nuestro guía nativo fuera su padre. Tenía la esperanza de conocerla, fui aprendiz y gran amigo de Webb. Hablaba con frecuencia de la indígena que enseñó a leer. Se vanagloriaba de sus avances en botánica y su avidez por la zoología.

– Indígena. —repitió Micaela ofendida— Señor Wolf, se ha quedado rezagado. Debe darse prisa para alcanzar al grupo de distinguidos científicos con el que ha llegado a esta primitiva isla.

Hizo hincapié en la palabra distinguido pues no esperaba sentir el escozor que le provocaba que sus mentores hablaran de ella como un espécimen más a inspeccionar. Joseph se encajó el sobrero de ala ancha sobre su cabeza entrecerrando los ojos al contemplarla. Jamás hubiera imaginado que encontraría en ella esa altivez, buen uso del lenguaje y mucho menos unos ojos inteligentes de un verde veteado de amarillo. Creyó que debía gustarle escuchar hablar de Webb y saber que estos seguían recordándola.

Tras alzar su vista para seguir su camino junto al grupo de expedicionarios, se despidió con una inclinación de cabeza. Si bien Londres era la cuna de la modernidad en esos momentos, se sorprendió al comprender que aquella joven se enorgullecía de ser quien era y de dónde provenía. Hasta tal punto que el apelativo de indígena llegó a ofenderla. Sonrió al pensar que como zoólogo tenía una hembra muy peculiar con la que trataría durante dos meses. Mi gran mentor Webb, se dijo para sí, ahora entiendo tu fascinación por aquella niña.

Micaela sabía que vivía en un lugar privilegiado para los científicos, pues las islas suponían un lugar donde descubrir cómo se había llegado a formar lo que ellos habían estudiado en el continente. Muchos geólogos habían calculado la edad de las islas permitiéndoles conocer cómo las especies vegetales y animales se habían adaptado al medio. En definitiva, las islas Canarias con su característica volcánica, suponía un gigantesco laboratorio donde observar el comportamiento de la naturaleza. Por ese motivo Micaela no se avergonzaba de haber nacido allí, pues de otro modo no habría descubierto el amor por la naturaleza ni habría podido tener acceso a disfrutar de paisajes tan cambiantes como el que poseía Gran Canaria.

La joven se alegró de ir en la comitiva que partía en ese momento hacia la costa norte. Ella se encargaría de organizar el primer campamento base ubicado a unos kilómetros del pueblo de Arucas. La expedición se encontraría con ellos al día siguiente, después de ultimar los detalles y reunirse con el ilustrador francés que les acompañaría plasmando en papel las especies recolectadas. El recorrido les llevaría a explorar la zona de laurisilva que quedaba en la zona norte, dirección Agaete. Desde allí tomarían el barranco de Juncalillo que ascendía  hasta la Cumbre. Después llegarían a la costa sur atravesando el pinar de Tamadaba y descendiendo los áridos barrancos, hasta llegar a Ayagaure.

Los vientos en mayo eran cambiantes, podían despejar el cielo hasta dejarlo de un azul intenso o nublarlo de gris cargando con chispeantes gotas. Los naturalistas comenzaron a percibir la calidez del clima, acostumbrados a andar por las frías tierras anglosajonas. Micaela era eficaz, se había ganado el respeto de sus compañeros los porteadores y trabajaban bajo sus órdenes con fraternidad. Su padre se encargaba de la guía a los expedicionarios, solía facilitarles información del terreno y los acompañaba en todos los recorridos. Los científicos solían agradecer los conocimientos de los autóctonos pues podían facilitarles información sobre lugares donde se podían avistar las especies, las zonas comunes donde crecían, sabiduría tradicional, usos y costumbres de las plantas o animales.

La labor de Micaela se centraba en gestionar el campamento, cuidar de los animales y servir de ayuda a la hora de guardar las prensas con los ejemplares recolectados. Salvo que el grupo se dividiera y necesitaran a alguien para hacer de guía. Durante las semanas que les llevó alcanzar al valle de Agaete, Joseph y la joven se medían con las miradas. Se había generado cierta hostilidad entre ellos sin que la curiosidad por el otro menguara.

Micaela había observado desde lejos a los dos zoólogos, el señor Paines y el señor Wolf. Percibió cómo disfrutaban con la diversidad de aves, insectos y reptiles. Ella, era gran aficionada a estos últimos por lo que no podía dejar de prestar atención a lo que decían. Así fue cómo escuchó que Joseph era el cuidador asistente del área de Zoología del Museo Británico; en concreto, catalogaba insectos. La mirada de esta se suavizó al captar una conversación en la que hablaba de su trabajo en el museo y se endureció, sin saber explicarlo, al escuchar el nombre de su prometida: la señorita Jemima Harpur. El respingo que su cuerpo dio al reaccionar ante tal hecho le hizo fruncir el ceño.

Quizás, se dijo para sí, los días conviviendo a la intemperie le habían hecho apreciar la musculatura de sus piernas embutidas en pantalones de ante y botas altas. Micaela se había fijado en cómo sus escápulas solían marcarse ante el esfuerzo de escalar alguna roca en busca de alimañas, sin dejar de apreciar una espalda fuerte y entrenada. El pelo cobrizo tampoco le había pasado desapercibido como tampoco sus ojos ambarinos con una chispa cínica bailando en ellos.

Por su parte, Joseph, había admirado la destreza de la joven al manejarse en plena naturaleza con gracia. Nunca hubiera imaginado a una de sus hermanas sentada junto al fuego, rodeada de hombres, removiendo un caldo y sermoneando a los porteadores para que tuvieran un buen comportamiento. Si a primera vista creyó estar ante una mujer adusta, con el tiempo fue captando su sensibilidad hacia la naturaleza. La veía adentrarse entre los matorrales con suavidad, observaba cómo sus ojos analizaban lo que tenía ante sí y captaba cómo sus manos, al descuido, acariciaban plantas para luego llevarse las yemas de los dedos a la nariz para captar su olor. No sabía qué le atraía de ella, si la sospecha de una mente despierta y conocedora de los secretos de esa exótica tierra o su cintura estrecha y movimientos felinos con los que se ajustaba sus rizos oscuros sobre la coronilla. Ver su nuca al descubierto perlada por el sudor junto el leve bamboleo de sus caderas le hacía imaginar encuentros furtivos con la atrayente canaria. Sea como fuere, él intentaba centrarse en el objetivo del viaje.

Habían dejado atrás la humedad que el mar de nubes llevaba a la zona norte junto a la espesura de la vegetación, para sentir el frío de la cumbre. En aquellos momentos descendían hacia la zona sur, maravillados con el cambio en la orografía. Artenara les permitió dormir en cuevas tras escuchar y analizar la vida nocturna. Una noche, tanto Joseph como el señor Paines, se habían quedado en el campamento preparando las trampas para atrapar animales. El resto del grupo se había internado en la oscuridad en busca de nuevos descubrimientos y experiencias.

Poco antes del atardecer captó la curiosidad que despertó en la joven sus aparejos. Ella cargaba con varios troncos de madera para hacer el fuego junto a otro muchacho porteador. Siguió de largo cruzando sus hermosos ojos con los de él. Cuando les acercó la comida vislumbró la duda en su actitud.

– Esto es para aves —le explicó— esta tela la colgaremos para que queden atrapados los insectos durante la noche y con esto de aquí intentaremos atrapar a la escurridiza musaraña y los reptiles de la zona.

– Con esa trampa puede que caigan roedores, pero no podrán cazar reptiles.

Micaela le indicó aquel aspecto apretando los labios para reprimir las ganas de continuar realizando correcciones. Dejó con el ceño fruncido a los ingleses y se alejó para evitar una reprimenda de su padre si se enteraba de que andaba molestando a los exploradores. Desde lejos les vio debatir las vías de escape para, unos y otros, desde la pequeña jaula que habían fabricado. Micaela, después de mucho contenerse, dejó que su espíritu indómito aflorara. Rebuscó entre las alforjas sin percatarse de que Joseph pensaba cómo pedir ayuda a la joven. Este era consciente de la barrera que existía entre ellos, pues no quería molestar a Perico interesándose por su hija y su saber.

Meditaba la forma de descubrir hasta donde llegaban los conocimientos de Micaela cuando esta apareció ante ellos; en esa ocasión, con una gran lata vacía. La colocó en el suelo, humedeció un pañuelo en aceite y embadurnó las paredes del bote.

– Con esto he visto caer cientos de lagartos. —explicó la joven con timidez al principio pero tomando confianza a medida que los ojos del inglés mostraba interés.— Dentro se les pone comida, cualquiera de las sobras. Ellos entran a por ella y el aceite les impide salir, pues se resbalan. Los lagartos son muy escurridizos y pueden meterse en agujeros muy estrechos. La jaula que hicieron sólo sirve para roedores.

-¿Quién os enseñó? —preguntó sopesando la simpleza y efectividad de la técnica.

– No lo recuerdo, se lo he visto hacer a varios. —Micaela se sentó en una roca tras recogerse la falda pantalón para continuar con la charla— Son muchos los que han pasado por aquí. La diversidad de Canarias es muy útil para las investigaciones que hacen.

– ¿Te gusta la botánica? –preguntó Paines, también atraído por la sabiduría que parecía mostrar Micaela.

– Más bien la zoología, en especial los lagartos.

Micaela sonrió ante su confesión y su sonrisa traviesa deslumbró a los hombres. Sus ojos se habían cerrado levemente para ayudar a sus labios a curvarse de forma adorable. Joseph tuvo que tragar saliva al poder contemplarla de cerca. La luz anaranjada de la hoguera la envolvía de manera que le parecía irreal y seductora.

-¿Han escuchado hablar de los lagartos de El Hierro? —Joseph era conocedor de su existencia pero Paines pestañeó dudoso— Son gigantes, dicen que del tamaño de un gato y hay una especie distinta aún mayor que habita en un islote cercano a la costa. Imagínense, una especie única en el mundo que vive sobre una roca y no ha se la ha visto en tierra firme. ¿No es curioso?

Después de la primera impresión al escuchar a una mujer hablar con soltura utilizando vocabulario específico y amplios conocimientos en especies canarias, escucharon con atención lo que les decía. Minutos más tarde conversaban relajados sobre la fauna canaria, sus conclusiones y las observaciones hechas el último mes.

Micaela se despidió con una sonrisa agradecida en los labios, se acercó al grupo de porteadores y se metió entre las mantas que había preparado como camastro. Algo en el interior del zoólogo se contrajo, supo que estaba ante el mayor tesoro de las islas Canarias. A partir de ese momento Micaela se le presentó como un misterio que descubrir cuyo riesgo entrañaba perderse para siempre en sus ojos verdes.

La presencia de Perico y el resto de compañeros hizo difícil volver a tener una conversación tan rica y llena de matices como la que habían mantenido. La trampa que Micaela les mostró dio bastante más resultado que el que habían conseguido hasta el momento y su mudo agradecimiento fue alzar los lagartos recogidos desde la distancia para mostrárselos. Varios días más tarde la joven se acercó, esta vez a él, para intercambiar impresiones sobre reptiles. Sin darse cuenta, creció una complicidad entre ellos que se alejaba del plano intelectual. Sus cuerpos comenzaron a reaccionar ante la visión del otro. Las nuevas sensaciones les paralizó, pero la atracción era más poderosa que sus miedos.

Siguiendo el cauce del barranco de Ayagaure, donde la aridez del terreno fascinó a los visitantes, Joseph observó cómo Micaela rondaba el grupo que componía a los Molesworth, el señor Fox y Perico. En el momento en el que el padre se alejó siguiendo sus quehaceres, la joven se dirigió a los botánicos resuelta. Sacó de su bandolera una planta y se la mostró. Joseph interesado en lo que la joven pretendía hacer se acercó por otro lado.

-Mi lord, señor Fox, espero que no os moleste que me haya acercado, pero me gustaría mostraros un hallazgo. —comenzó a explicarse— Esta mañana no creí que fuera posible lo que veían mis ojos, creo que esta es una especie distinta a la Teline canariensis. Estoy segura que querrán volver a Inglaterra con un hallazgo como este.

En la sonrisa nerviosa se podía captar la ansiedad de estar ante algo importante. Las risotadas del señor Fox amedrentó a la joven. El azoramiento se agravó al ver cómo le tomaba la rama con deprecio para echarle un simple vistazo y desechar su teoría sin contemplaciones.

-Qué sabrás tú de plantas —Fox lanzó la Teline a un lado, con despectivo— Anda, ve a hacer tus cosas. ¿Habeís visto, Molesworth? Esta gente se codea con un par de botánicos y se creen uno de ellos.

Micaela pestañeó varias veces intentado no derramar su indignación y controló como bien pudo su decepción. Antes de agacharse a recoger su muestra, una mano amiga se la acercó. Cuando sus ojos se toparon con los de Joseph sintió vergüenza. Se alejó de allí, no sin antes lanzar una mirada amenazadora a la cabeza canosa de los señores que continuaron con sus recolectas. Joseph quiso consolarla pero supo que nadie entendería su comportamiento. Estaba convencido de que hubiera reaccionado igual que sus compañeros si no hubiera mantenido las conversaciones de las semanas anteriores. En aquel momento estaba seguro que si Micaela se atrevió a arriesgarse era porque estaba en lo cierto.

Micaela tuvo que contener su mal genio durante todo el día. Quería moler a pedradas a aquel engreído que no se había parado a comprobar lo que le mostraba. Además de la humillación de verse repudiada, tuvo que sumarle la bronca de su padre al enterarse de su osadía. Su orgullo quedó maltrecho cuando descubrió que el señor Wolf presenció ambos instantes. Por más que protestó y blandió la ramita delante del rostro de su padre para hacerse entender; sólo recibió una sola sentencia que daba por concluida la conversación.

-Y si lo fuera, Micaela, no importa. —estalló— La planta seguirá ahí hasta que algún extranjero de la clase de ellos la encuentre y se dé cuenta de la diferencia. Da igual cuanto veamos o sepamos, quienes tiene el poder de contarlo son ellos. Tú y yo somos meros observadores.

Micaela se alejó del campamento furiosa, con lágrimas cargadas de impotencia cubriendo su rostro. Se obligó a ascender una de las paredes encrespadas del barranco para lograr que su enfado lo diluyera el cansancio. Minutos más tarde se desplomó sobre un saliente desde donde tenía las vistas del campamento al atardecer. El ruido de piedras rodar la alerto de la presencia de alguien más. Joseph Wolf la había seguido.

-Siento lo que ha sucedido —comentó con la voz entrecortad por el ascenso— Creo que he seguido animales menos escurridizos que usted.

Su comentario sacó una sonrisa pesarosa al rostro de Micaela. Ella permitió que se sentara a su lado.

-Yo confío en su criterio, señorita Sarmiento. Estoy seguro que lo que asegura tiene base científica.

-Para lo que importa. Da igual cuanta verdad hay en lo que digo, soy mujer, de clase baja y canaria. —se lamentó aniquilando el campamento con su mirada.

Joseph asintió en silencio pues sabía que la situación era compleja. El cielo rojizo junto a la brisa del viento que movía los arbustos a su alrededor llevaron algo de paz. En cómplice compañía observaron el atardecer y las tintineantes luces de las lámparas de aceite del campamento encenderse. En algún momento sus mentes tomaron conciencia del otro, por lo que dejaron que sus ojos escaparan del paisaje para recaer en la figura sentada a su lado.

Joseph percibió la tristeza en ella, la sensación de sentirse atrapada cuando se tenía tanto que experimentar. Su mano se alzó lenta para rozar la sien de la joven que cerró los ojos ante su contacto. El cúmulo de sentimientos que había poseído a Micaela fue arrollado por la caricia. Esta calmó su tempestad haciéndola creer que se trataba de una fantasía. Abrió sus ojos verdes cuando absorbió el aliento del inglés. En ese instante supo que era real y redujo la distancia que separaban sus labios de su boca.

El beso resultó una caricia. Sus respiraciones comenzaron a adaptarse a medida que sus labios captaban la esencia del otro. La piel tierna de ella contra una más endurecida en la de él. El aliento de ambos se entremezcló cuando Joseph presionó en busca de la oquedad de ella. En el momento en el que Micaela suspiró por su apremio, este aprovechó para lamer su interior. Un latigazo eléctrico recorrió sus cuerpos en el instante en el que sus lenguas se tocaron. A partir de ese contacto el tiempo se volvió difuso, pues solo estaban ellos dos sumidos en un placentero beso.

La vuelta a la realidad la realizaron con lentitud, sin dejar de tocarse. Tras largos minutos en silencio, disfrutando del calor del otro, comenzaron a hablar sobre sueños y proyectos. Fue allí, en la penumbra de un árido barranco, donde Micaela abrió su corazón confesando sus más íntimos deseos. Ella no quiso preguntar por Jemima, la prometida, prefirió olvidar ese hecho. En cambio, ahondó en Joseph para conocer su día a día en el Museo Británico y qué le llevó hasta allí. Su fascinación por la zoología les unía pero nada como encontrar en otra persona la pasión por la vida un explorador. No había comodidad, sólo la felicidad que produce sentirse rodeado de la salvaje naturaleza.

Horas más tarde, recordaron que debían volver al campamento. Deshicieron el camino riendo por lo bajo al no poder ver con claridad donde pisaban. Fue una excusa más para tomarse de la mano o abrazarse en la oscuridad. Joseph le dijo que se quedaría merodeando alrededor para que no sospecharan de su encuentro. Antes de despedirse la tomó del rostro.

-No dejes que el mundo se quede sin tu hallazgo. Haz que sea irrefutable tu descubrimiento.­—acercó sus labios a los suyos. A través del beso le insufló fuerzas— La ciencia no puede negar la evidencia.

Y con sus palabras, el recuerdo de sus caricias y el sabor de sus besos, Micaela se deslizó entre las bestias para acercarse a su camastro. No durmió, pues en su cabeza comenzaba a bullir ideas. Dejó en segundo plano a su corazón atolondrado, pues no estaba dispuesta a permitir que el señor Wolf se lo llevara como parte de su recolecta en Gran Canaria.

Tardó dos días en encontrar de nuevo la Telina. Era un arbusto de hojas verdes moteado de flores amarillas. La que Micaela había encontrado tenía varias características visibles que estaba dispuesta a demostrar. El día había sido caluroso en la vertiente sur de la isla cuando se acercó resuelta al grupo de científicos. Joseph no andaba lejos y al verla con ramilletes en la mano le guiñó un ojo para insuflarle fuerzas.

-Señor Fox, en esta ocasión no voy a disculparme por la intromisión.

Su voz se alzó clara sobre el resto, el botánico se giró en redondo e inspiró aire para amonestarla. Su padre la llamó con los dientes apretados pero ella se mantuvo impasible en su saludo.

-Creo que cualquier científico de corazón no cerraría los ojos a nada. —continuó diciendo con la barbilla en alto— Menos a alguien como yo, que crecí rodeada de ellos y pude ver trabajar a los mejores. Lord Molesworth, espero que el espíritu explorador que acompaña a cualquier botánico se encuentre detrás del dinero invertido en el viaje y desee volver con algo nuevo que aportar a la ciencia.

-Señorita Sarmiento, cargando mulas y haciendo fuego no se tiene conocimientos en absoluto de botánica. —bramó el señor Fox.

El resto se mantenía expectante pues todos habían recaído en el ramillete de flores amarillas que portaba en las manos. Su padre rodeó algunos pedruscos para acercarse a ella y sacarla a rastras de allí. Antes de que llegara a ella, Micaela levantó sus muestras.

-Veamos, señor Fox, cuando sabe una porteadora como yo —respondió desafiante— Aquí tiene la Telina Canariensis, recolectada por Webb y Berthelot, ante mis ojos. Y ahora observe la que yo le indiqué. Los foliolos son más intrincados que la otra. —Micaela se acercó para que pudiera comprobar lo que le decía, su voz se volvió más suave al haber captado la atención de los ingleses—¿Ve sus hojas? Son más sedosas, toque.

Antes de que su padre la tomara del codo, lord Molesworth levantó una mano para detenerlo. Se acercó a ella para inspeccionar las distintas ramas y corroborar lo que la joven decía. El señor Fox no salía de su estupor, sin decir palabra tocó y volteó las ramas tal y como la joven le indicaba.

-Asombroso —respondió tras varios minutos lord Molesworth.

-Señorita Sarmiento —el señor Fox cuadró los hombros—le debo una disculpa. Al fin y al cabo, siendo quien es, ha hecho una buena recolecta.

Y continuó con sus labores en silencio, asimilando la situación y sintiéndose molesto con la insidiosa joven.

-Le agradecemos que podamos volver con otro descubrimiento más, señorita. —le dijo lord Molesworth que continuaba sosteniendo las dos especies de Telina.

-Bueno, mi lord, no he querido decíroslo pero la scrophularia que encontraron en la zona de la laurisilva ya ha sido catalogada.

-¿Está usted segura? El señor Fox asegura que…

-Sé que Berthelot vive en Santa Cruz de Tenerife. Si su viaje continúa hacia las islas del oeste, estoy segura que podréis hacerle una visita y corroborar lo que os digo.

Cuando se volvió para seguir con sus tareas para preparar el campamento de esa noche, sintió cómo su boca tensó una perenne sonrisa y sintió cómo su pecho le dolía al contener la euforia. No le importaba aparecer en los libros, disfrutaba de solo pensar que había sido capaz de encontrar una especie nueva.

A partir de aquel momento todos olvidaron su género y la trataron como una compañera más. Micaela se volvió a sentir otro espécimen a analizar pero saboreaba cada expresión de asombro que provocaba cuando respondía a sus cuestiones. Joseph sonrió orgulloso de ver cómo la joven se hacía un hueco entre sus colegas y brillaba por su inteligencia. El resto de atardeceres tomaron la costumbre de citarse, mientras el resto se preparaba para las incursiones nocturnas. Allí compartían las impresiones del día, se acariciaban y besaban, creando un vínculo cada vez más fuerte y adictivo.

Cuando llegaron a la zona costera del sur de Gran Canaria, Micaela estaba profundamente enamorada de Joseph, pero se recordaba todas las noches que estaba comprometido y ella no era quien para pedir algo más que unos besos. Nada le hacía sospechar que Joseph había olvidado cualquier compromiso o vida en Inglaterra. De pronto sus días los llenaban la joven canaria, dejando que su imaginación le llevara a recorrer el mundo junto a ella. Los dos solos, amándose en medio de la foresta y disfrutando de viajes y expediciones. Joseph no necesitaba más. Y con esa idea bailándole en la mente dejó a Paines con la búsqueda de la fauna canaria y volvió al campamento. Preguntó a los porteadores que se habían quedado montando las casetas dónde podría encontrar a Micaela. Tras más de una hora recorriendo la costa la encontró en una cala donde una gigantesca montaña de arena creaba una playa.

Estaba completamente desnuda, bailando con las olas. Su visión hipnotizó a Joseph quien se quedó recreándose en la imagen de Micaela surgiendo de entre las aguas. En aquel momento no lo tuvo más claro. No podía dejarla atrás, sus días no tendrían la luz y color que ella le aportaba. Inglaterra y Jemima se le antojaban grises. Su vida estaba junto a Micaela. Podría haber descendido y tomado a la joven en la playa, pero recordó cómo sus besos lograban enloquecerlo; de tal forma que en ocasiones olvidaba que podían ser descubiertos. Joseph no era del todo libre para bajar y hacerla suya, por lo que decidió esperar. Alargó su tortura cual adicto pues si bien sus pies obedecían, sus ojos no podían alejarse de la figura de Micaela.

La última semana de la ruta indicaba que recorrerían la costa este de la isla con menos paradas, con el fin de llegar a tiempo a coger el barco que les llevaría a la siguiente isla que explorar. Una noche, sentados alrededor de un fuego mientras uno de los porteadores sacaba un timple y hacía sonar varias melodías, Joseph clavó su mirada en ella.

-Volveré a por usted.

Ella inspiró hondo. Saboreó con lentitud las palabras que tanto había ansiado escuchar y que debía negar. No le hizo falta despegar su mirada del fuego para saber el ardor que podía encontrar en los ojos de Joseph. Miró alrededor en busca de algún testigo de su íntima conversación. Al observar el ambiente distendido que había creado el vino servido en un botijo, decidió responder.

-No lo hará.

-En eso se equivoca, señorita Sarmiento. —refutó Joseph con una sonrisa bailándole en los labios al ver cómo la joven escondía sus sentimientos— Lo haré y cuando me veáis descender del barco que me traiga de vuelta, correré hasta usted y no me volveré a mover de su lado.

-Señor Wolf, nuestras vidas no están hechas para compartirlas con el otro— Micaela volvió su rostro para enfrentarlo, el dolor de la separación se hacía patente en su mirada— Vos estáis ligado a la señorita Harpur.

-Un lazo muy débil para mantenerme alejado, créame.

– Cuando vuelva a Inglaterra creerá que todo ha sido un sueño. Sólo le quedará el bronceado y las heridas en los brazos como prueba de su paso por Canarias. Y esas marcas se diluirán con el tiempo, al igual que lo hará mi recuerdo y los sentimientos que he despertado en vos. Hace tiempo que dejé de esperar sueños en el muelle, señor Wolf. No habéis sido el primero que ha prometido volver para llevarme lejos.

-Siento celos de las promesas de los otros. ¿Cuántos ha habido? —preguntó Joseph agradecido de que los necios la hayan dejado atrás.

-No todos me ven como lo hacéis, tampoco azuzaré sus celos. El señor Web me prometió una educación en Inglaterra. Como veréis, jamás cumplió. También desperté cierta curiosidad en un francés, esa vez más como mujer que como pupila. Fue una buena forma de hacer que me sumergiera en libros y que olvidara que alguien iba a venir a por mí. Por eso, mi querido señor Wolf, no puedo engañarme. Y tampoco deberíais hacerlo vos.

Se mantuvieron las miradas largo tiempo. La tristeza que la realidad les llevaba bailó a su alrededor. Se sonrieron, cómplices del amor que sentían por el otro; aunque la nostalgia manchara sus labios.

Continuaron el viaje sin poder volver a encontrar la intimidad que los barrancos les permitían. La despedida fue formal aunque la intensidad con la que sus ojos se miraron, guardando cada detalle del rostro amado, fue toda una declaración de sentimientos. En esta ocasión, Micaela sí tomó la mano enguantada que le ofrecía Joseph y cerró los ojos para llevarse con ella el último contacto, el último resquicio de su calor. Se mordió los labios para frenar las lágrimas que pugnaban por salir.

-Hasta pronto, mi diosa Teline.

-Adiós, mi amado inglés.

Micaela se quedó plantada en el muelle, con la vista fija en el barco velero que zarparía en cuanto levantara el ancla. Inspiró varias veces la brisa marina, permitiéndose el lujo de pensar en Joseph y la vida que le proponía. Su mente voló hasta Inglaterra para verse subiendo los escalones del Museo Británico del brazo de su inglés.

-Micaela, nos vamos a casa.

El aviso de su padre la trajo de vuelta, necesitó pestañear para deshacer las lágrimas que bañaban sus ojos antes de dar la espalda a la promesa en la que se había convertido el señor Wolf.

-Niña mía, no sabes cuánto me duele verte mirar lo que nunca podrás alcanzar. —Micaela se sentaba en el pescante de la carreta junto a su padre cuando le escuchó su lamento— Y la culpa es mía, por no recordarte donde está nuestro lugar. Espero que la pena que veo en tus ojos sea pasajera y que el señor Wolf no haya prometido nada que no pueda cumplir.

-Todo irá bien, padre. A usted le debo mi pasión por la naturaleza y sus misterios, no sería yo sin los libros que me deja leer. Si algo he aprendido en los años que me ha dejado acompañarle, es que esa gente habla tanto como sueña.

Las semanas dejaron pasar a los meses y Micaela volvió a recorrer la isla guiando a nuevos exploradores. Creyó que había asegurado bien su corazón cuando dejó partir a Joseph, pero los meses seguían transcurriendo sin noticias  mientras que ella se sentía estúpida por albergar la esperanza de que cumpliera su promesa.

Transcurrió año y medio hasta que la vida de Micaela dio un vuelco. Seguía pensando en Joseph y la posibilidad de volver a verle. Estaba segura que a esas alturas habría contraído matrimonio con la señorita Harpur pero la carta que había recibido la acercaba a Inglaterra. O eso era lo que Micaela pregonaba. Ni la sensatez de su padre logró borrar su sonrisa y sus planes para el futuro. Perico sonreía al verla tan feliz, pues supo que el señor Wolf se había llevado con él parte de su hija y la tristeza había llenado sus días. No quería alentar sus esperanzas pero las noticas auguraban una nueva vida para Micaela y él estaba orgulloso de ello.

El señor Barthelot había enviado una carta para invitar a Micaela a Tenerife. Hacía unos años que se había instalado en la isla vecina con la intención de crear el Jardín Botánico de Santa Cruz. En la misiva hablaba sobre la necesidad de rodearse de buenos botánicos y de personas expertas en los endemismos canarios. Explicaba que había recordado el interés que siempre mostraba ante sus enseñanzas. Barthelot pedía permiso a su padre para que le permitiera trasladarse a Tenerife con el fin de incorporarse a su nuevo trabajo.

Micaela nunca acumuló demasiados objetos personales salvo los libros que su padre había ido encargando. Por ese motivo viajó con dos pequeñas valijas, una con ropa y enseres de aseo; la otra, cargada de libros. Abrazó a su padre con fuerza y prometió que compraría un billete para él con su primer sueldo. Al rostro de Micaela lo cubría la euforia, junto a los nervios que provocaba un futuro prometedor. En cambio, Perico, no pudo controlar sus lágrimas al ver partir a su niña hecha una mujer, ir derechita hacia una vida privilegiada.

Durante la travesía Micaela comenzó a elucubrar cientos de posibilidades. Se imaginó ganándose la confianza de Barthelot hasta tal punto que la llevaría a visitar Londres. En aquellas ensoñaciones vislumbró la posibilidad de visitar el Museo Británico  donde sabía que trabajaba Joseph. Practicó mentalmente el saludo que le daría, la postura que adoptaría; incluso, llegó a asegurarse que la miraría orgulloso de sus logros. En alguna ocasión se colaba alguna escena tórrida donde le confesaba su tristeza por verse atado a un matrimonio de conveniencia y le pedía que le perdonara.

Una sonrisa traviesa se dibujó en su rostro al pensar qué diría si supiera de la oferta del gran botánico Barthelot le había hecho. Seguro que me envidiaría, se dijo para sí, riendo por lo bajo ante las pullas que inventaba para él. Cuando el Puerto de Santa Cruz apareció ante la proa del velero Micaela recreaba escenas en las que Joseph y ella intercambiaban impresiones sobra alguna especie recién descubierta.  Tal y como habían hecho tantas veces al atardecer, abrazados en algún rincón de Gran Canaria.

Cuando la realidad se impuso, sus entrañas comenzaron a tensarse. Agarró bien fuerte sus fardos, evaluó el vestido verde oscuro que le habían confeccionado con premura y decidió que estaba lista para presentarse ante su maestro. Recordó cómo su tía Jacinta le recomendó mantener sus rizos sujetos en la coronilla y le explicó cómo abotonarse el vestido que había elegido para ella.

Las enaguas, de impecable blanco, asomaron bajo su falda ampliada por una sencilla crinolina. El escote cuadrado estaba ribeteado del mismo color verde que realzaba su mirada y acentuaba su busto. Su piel bronceada resaltaba ante el encaje blanco de las mangas. Sus pasos firmes, mirada ilusionada y contoneo felino no pasaron desapercibidos en el muelle. Nada le hacía pensar que desde el momento en el que colocó su botín oscuro sobre la pasarela de madera, unos ojos ambarinos habían caído sobre ella sin dejar de seguirla.

Micaela, al poco de comenzar a andar por el muelle, sintió un cosquilleo que le hizo buscar algo sin saber qué. Pestañeó varias veces para intentar separar la fantasía de la realidad pues no podía creer que el caballero de levita oscura y sombrero negro bajo el cual asomaba cabello cobrizo, era Josephh Wolf. Su mente casi llega al colapso al darse cuenta de que los pasos del elegante extranjero se dirigían hacia ella. La mirada de Joseph era tan intensa que logró que la joven dejara de respirar.

Micaela escuchó el sonido que sus valijas hicieron al caer de sus manos; aunque no pudo fijarse en qué estado se encontraban pues sus ojos sólo podían clavarse en él.

-Señor, señor Wolf —logró pronunciar en cuanto este se detuvo a unos pasos de distancia y le hizo una reverencia. —Os hacía en Inglaterra.

-Creí que si alguien debía esperar su sueño en el muelle debía ser yo, señorita Sarmiento.

Ambos sonrieron pues recordaban las palabras que cerca de dos años atrás había expresado la joven. Una carcajada acompañada de lágrimas hizo reaccionar a Micaela.

-Ya sé que me diréis que prometí ir a buscaros, pero no me pareció mala idea encontrar un lugar donde pudiera explotar sus dotes como naturalista y hacerla venir hasta mí. No tuve que convencer al señor Barthelot para que nos contratara, en cuanto le comenté mi idea de tomarla como esposa, estuvo encantado con la idea de tenerla como ayudante.

Micaela bajó la mirada para observar sus manos temblorosas enfundadas en guantes. Unos segundos después buscó el sol hasta que percibió su calor sobre su desvaída piel. En último lugar, inspiró fuerte el aroma del mar y volvió a mirar a Joseph.

-¿Dudáis?

-Dudo de la realidad, creo que empiezo a darme cuenta de que todo es verdad.

-¿Y qué os parece, señorita Sarmiento, la vida que os propongo?

-Nunca imaginé nada mejor. —Micaela amplió la mayor de sus sonrisas.

-¿Andar entre hombres huraños, realizar grandes viajes sin comodidades, dormir a la intemperie, soportar largos recorridos a pie y estar a merced del tiempo? —preguntó irónico— ¿Era lo que queríais?

-Si,—una burbujeante risa surgió de su interior.

-Pues creo que no existe persona mejor para satisfaceros que yo.

-Siempre y cuando llene mi estómago con pan manido, carne seca y cualquier cosa que creamos comestible. Soy muy exigente en eso.

-Queda anotado —sonrió a su vez Joseph acariciándola con la mirada— ¿Alguna puntualización más a tener en cuenta?

-Si, la más importante. Que estéis a mi lado.

Joseph no pudo contenerse más, acortó distancias hasta saltarse las normas del decoro. Llevó su mano a la nuca de Micaela y acercó su rostro al suyo.

-Creo que seré capaz de complaceros, señorita Sarmiento. Tal y como os prometí, no voy a separarme de vuestro lado mientras viva.

Y esas fueron las palabras que pronunció antes de ahondar en ella a través de un beso que supo a tiempo de espera, noches de sueños insatisfechos y prometedores momentos por vivir. El bullicio del muelle quedó relegado, pues sólo estaban ellos, abrazados, besándose con ardor; conscientes únicamente de los brazos del otro.

Ambos recorrieron las calles de Santa Cruz sin soltarse de la mano, prometiéndose el uno al otro una vida como solo ellos sabían apreciarla. Siempre juntos, sobre la senda que la naturaleza desplegaría para que se adentraran en busca de respuestas y nuevos descubrimientos.

Años más tardes, Micaela subía los escalones del Museo Británico del brazo de Joseph como su esposa y compañera de investigación. Habían sido invitados a la conferencia que expondría su labor sobre el Lagarto Gigante de El Hierro y sus peculiaridades. Aquel fue el primero de muchos viajes más, explorando, saciando y venerando el amor que les unía.

Micaela comprendió que no se debía esperar a los sueños en el muelle. Se debía salir en su busca, pues nunca sabías cuán lejos los ibas a encontrar.

           

Una respuesta a “Un Relato en Navidad

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s