Nuestra atención estaba puesta en los quehaceres cotidianos cuando un intenso olor nos detiene. La mezcla de heno, animal y heces nos resulta demasiado espesa para nuestras fosas nasales. Corremos hacia la ventana en busca de aire. Allí nos topamos con una sola hoja de madera y tosco hierro forjado que nos indica que hemos viajado otra vez al pasado. Estamos en las caballerizas de alguna fortaleza. Vamos en busca del tartán que nos habían dejado en el primer viaje a la Escocia medieval y saltamos para averiguar qué descubriremos en esta ocasión.
La vida en el castillo nos pareció muy activa. Con disimulo nos deslizamos a lo largo del callejón donde se encontraban las caballerizas y con la mirada encontramos el portón que nos llevaría al patio de armas. Nos detenemos en el umbral al ver a un grupo de soldados escoceses entrenar a pecho descubierto, espadas en mano y kilts bailando al son marcado. Nos resulta demasiado arriesgado y nos escondemos en el primer hueco que encontramos. Ruidos de cascos de caballo y voces nos obligan a subir por una estrecha escalera cubierta de fango. Enseguida llegamos al camino de ronda que forma la barrera protectora. Aprovechamos el momento para alzar la mirada y disfrutar de las vistas. El castillo está construido con piedra rojiza en lo alto de una colina, rodeado de un frondoso bosque.
Nuestros ojos captan los movimientos certeros de un guerrero. Es alto, moreno y la madurez recubre sus facciones. Todos parecen respetarle y escuchar con atención sus comentarios sobre el arte de la guerra. En un momento dado un muchacho le lanza un trapo para secar el sudor, se da la vuelta, toma la espada del suelo con la punta del pie y vuelve al combate. Un destello nos obliga a levantar la vista. Nos topamos con la aparición de una dama en lo alto de una torre. Un aura de serenidad envuelve sus movimientos. El viento juega con su pelo a la vez que ella posa una de sus manos en el bloque de piedra. Algo que ve la turba, hasta tal punto que notamos cómo sus ojos se enrojecen de emoción. Una sonrisa nostálgica transforma su rostro en el instante en el que alguien alza la voz para decir:
-Laird, mirad, es la castellana.
El guerrero, que habíamos estado observando, detiene el ejercicio para alzar su rostro y dedicarle una seductora sonrisa. Tras el saludo de la concurrencia a la mujer del torreón, continuaron con su actividad. Nosotros seguimos con los pies plantados en el suelo, siendo testigos de la vibrante conexión que existía entre ellos. La castellana se llevó una mano temblorosa a los labios y pareció comunicarse sin palabras con el jefe del clan. Ambos asintieron al tiempo que se dedicaban tiernas miradas cargadas de mensajes indescifrables para nosotros. En aquella conversación sin palabras, pudimos captar el profundo amor que se profesaban.
-¡Lady Aila!
Y es entonces cuando todo cobra sentido para nosotros. El jefe del clan es Daimh, el joven del riachuelo y la mujer del torreón es Aila, la niña que se había perdido entre los muros de Duvengan. Estábamos ante los protagonistas de la siguiente historia de Ventana al Pasado. Acabábamos de conocer a La mensajera de Elphame.
Una sensación extraña, nunca antes experimentada, nos acompaña en el camino de vuelta.
De alguna forma no llegamos a reconocer esta visión como un viaje más a través de la ventana, tenemos la sensación de que hemos estado en un sueño… o más bien, que hemos vivido una premonición.
¿Nos habremos metido en la mente de Aila?
