Estos últimos meses el blog ha tenido un aumento de suscripciones. En agradecimiento a estas personas, he decidido compartir este relato corto con tod@s ell@s.
«La semilla de un rumor» es una historia que surge cuando me invitan a participar en la antología La Primavera Solidaria de Cristian. El relato nos lleva a la juventud de Eugenia Artiles, un personaje que aparece en El rumor de las folías. Sin previo aviso, se coló en mi mente y me exigió que contara su historia. Doña Eugenia es así, no pide, exige. Y como verán, no pude resistirme. La idea de contar la historia de amor de los padres de Tomás y Ramón Westerling tomó fuerza; y este es el resultado.
Para todo aquel que desee leerlo en PDF puede descargarlo aquí
LA SEMILLA DE UN RUMOR
Finales s. XIX, ISLA DE GRAN CANARIA.
La naturaleza había dotado a Eugenia de una belleza morena unida a un carácter fiero. Su conexión con la isla de Gran Canaria partía desde su nacimiento, como todo aquel que es bendecido por los rayos de sol de las islas afortunadas, la brisa de los Alisios y el arrullo del océano Atlántico. Ella adoraba la isla, la vida llena de comodidades y sus escapadas solitarias a los barrancos. Le gustaba el mar tanto como cabalgar por la finca Las Grutas, que se ubicaba en Telde. Provenía de una familia adinerada de la isla de Gran Canaria y su padre había nacido con el firme propósito de agrandar las riquezas de los Artiles.
Eugenia estaba acostumbrada a tener mucho tiempo libre, a acudir a compromisos sociales y a cumplir como una buena hija. Los sirvientes más confiados no se guardaban de decirle que era muy consentida y que debía dejar de andar sola por el campo a lomos de un caballo. Ella hacía oídos sordos pues, hasta el momento, ni sus padres ni sus hermanos mayores habían logrado vencer a su terquedad. Eugenia, por el contrario, prefería llamar libertad a lo que todos calificaban como tozudez. Ninguno de ellos entendía que se sentía libre en aquellos momentos que robaba a su vida. Respiraba feliz cuando podía adentrarse en las calderas volcánicas, calentarse con los días cálidos y respirar el aroma de la laurisilva.
Los tiempos cambiaban para la mujer y ella era ávida lectora de todo lo que llegaba de fuera. Noticias, moda, corrientes ideológicas, guerras y la vida en las colonias españolas. Su madre llevaba tiempo castigándola por su impetuosidad ante conversaciones entre adultos. Las señoritas, insistía, debían mantenerse sumisas y al margen de las discusiones de los hombres. Eugenia se revolvía sin poder evitar que sus oscuros ojos negros brillaran ufanos. Las demás podrían quedarse calladas, Eugenia Artiles jamás, decía para sus adentros.
Desde hacía varias semanas su madre insistía en la posibilidad de contraer matrimonio con el joven Antonio Massieu cuya familia presumía de estar muy unida a la suya. Eugenia sabía que la cercanía entre las familias se debía más a la unión de propiedades y riquezas, que a lazos más puros. Antonio le caía bien, era un buen hombre, interesado en la política de la isla y del avance tecnológico de ésta. Sólo eso, pues no despertaba en ella lo que su corazón ansiaba. Un amor profundo y apasionado que lograra comprender la necesidad de ser libre, respetada y amada como a igual. Inspiraba hondo cuando escuchaba las virtudes que una buena esposa debía tener. Antonio, como el resto de los hombres, esperaba una mujer fiel, con habilidades para llevar un hogar y la educación justa para acompañarlo en las veladas. Por supuesto, se daba por sentada la devoción por su esposo y una fertilidad a la altura de su apellido.
Hubo una mañana, en que el cielo lucía despejado y el sol hacía soportable la brisa del viento, que Eugenia salió con su yegua a todo galope rumbo a la costa. A la joven Artiles le apetecía perderse entre las calas del Este de la isla y perder su mirada en el horizonte azul que perfilaba el mar. El camino le llevaría varias horas, pues la gran vivienda se encontraba escondida entre los barrancos del interior. Descendía por un camino hecho para cabras cuando se topó con dos campesinos que descansaban junto a varias bestias. Éstos parecían esperar a que un joven, algo más alejado, diera la orden de continuar el camino.
Al oír el ruido de las pisadas del caballo, el hombre se volvió sin bajar las manos con las que alzaba un precario mapa. Eugenia frunció el ceño al toparse con el extranjero. ¿Qué diantres estaría haciendo por allí? Se preguntó Eugenia. No pudo continuar con sus cavilaciones al sentir el impacto de la mirada azul del hombre. Su pelo rubio ondeaba con los intermitentes golpes de viento. Tenía amplias espaldas cubiertas por una camisa de lino arremangada junto a unos tirantes que sostenían unos pantalones ajustados marrones, a juego con sus altas botas. Los días en los que su piel había estado expuesta al sol le conferían un color que realzaba el azul de sus ojos. Eugenia sintió un latigazo en su interior cuando su mirada la recorrió con lentitud, volviéndose hacia ella para enfrentarla al pie del camino.
Y es que Stephen no podía creer que en medio de su búsqueda de terrenos para cultivar plátanos, se toparía con la visión de una joven de arrolladora belleza. Esta montaba sobre una yegua marrón que brillaba por el sudor. Su amazona cabalgaba a horcajadas sobre su lomo, luciendo una falta pantalón que muchas mujeres usaban por comodidad. Su blusa blanca de cuello de encaje se ajustaba a su torso, permitiendo adivinar su torneado busto y su cintura estrecha. Su melena azabache, cargada de rizos, se mantenía recogida en la coronilla. Varios mechones caían para acariciar un rostro de piel aceitunada, labios carnosos y ojos oscuros que lo miraban con intensidad. Stephen saltó del montículo de piedra al que se había subido para guiarse con el mapa, dispuesto a conocer a la joven que había aparecido en el camino.
Escuchó que la joven intercambiaba algunas palabras en español que apenas pudo entender. Hacía unos días que había llegado a la isla con el firme propósito de cultivar plátanos y encargarse de la empresa de importación de frutas familiar desde allí. Su padre le había exigido que contrajera matrimonio de una vez, pero él había ideado el plan de retrasar semejante calvario, sondeando la ambición de su progenitor. Le había planteado la posibilidad de ampliar el negocio que dirigían desde Londres, ubicando un punto logístico desde Canarias con la idea de producir algunos frutos para evitar intermediarios. Y Stephen Westerling padre, para asombro de su vástago, había accedido. Por ese motivo se encontraba allí, necesitaba poner en práctica sus conocimientos de botánica, por lo que debía encontrar unas fanegadas de tierras que comprar para tal fin.
Aquellos dos hombrecillos de curtidos rostros, bocas desdentadas y cuerpos pulidos por el trabajo duro, eran los encargados de acompañarlo por la isla en busca de las tierras donde asentarse. Manuel, el mayor, había trabajado en un barco mercante, por lo que se defendía con el inglés. Lo suficiente para permitirle hacerse entender durante su viaje. El compañero, José, sólo servía para cargar, llegando a reír al ver como se entendía mejor con las mulas que con los humanos.
En ese momento Manuel lo señaló, mientras parecía darle el parte a la joven del caballo. Una vez se unió al grupo, elevó sus ojos para encontrarse con los de ella. Eugenia se erigía altiva, con una mirada directa y la actitud de una reina.
-Inglés—le dijo en su idioma al haber estudiado en el extranjero y codearse con la colonia inglesa. Su acento fascinó a Stephen—, estás demasiado lejos de tu tierra. Esto es muy distinto a Inglaterra. Por aquí no encontrarás terrenos para cultivar plátanos.
-En ningún momento le he pedido opinión, señorita—respondió sonriendo de medio lado, burlándose del atrevimiento femenino—. Dudo que entienda algo sobre cultivos. Por su caballo, su ropa y su conocimiento del inglés, deduzco que es usted una joven de buena familia. Una muchacha inteligente que sabrá que no debe entrometerse en cosas que no le conciernen.
-Vuelves a equivocarte, inglés. Sólo un necio se dejaría asesorar sobre tierras por un marinero.—Eugenia entrecerró los ojos, divertida con la situación, pues le apetecía retarse con el extranjero de gran estatura y sonrisa burlona. Se llevó una mano como visera para ver a lo lejos y señaló varios puntos a medida que exponía su opinión—. Estamos en una de las zonas más ventosas de la isla, demasiado cerca del mar y con pocos afluentes de agua. Esta parte es muy árida para el plátano. Es un fruto que necesita demasiada agua y cuanto más al sur se dirija, más desértico se hará el paisaje. Ande, dese la vuelta y vaya al norte. Allí el paisaje es más abrupto, con zonas más húmedas y barrancos cargados de humedad gracias a las nubes que descargan agua por allí. Por lo que he oído, los Fyffes llevan unos años produciendo plátanos por esa zona con bastante éxito.
Stephen jamás hubiera creído que podía encontrarse en la misma persona la belleza, sensualidad, fuerza e inteligencia que la joven poseía. Eugenia observó cómo su mandíbula se endurecía, creyendo que se trataba del enfado producido por su bofetón sin manos. En cambio, Stephen realizó aquel inconsciente gesto para contener las sensaciones que Eugenia le provocaba. Su instinto siempre lo llevaba al camino del humor para defenderse de posibles peligros. Una mujer como ella podría hacerle perder la cabeza, y ésta se lo confirmó poco después.
-Estoy impresionado, señorita, es el análisis más certero que he escuchado hasta el momentos. Deberé pedir los honorarios pagados a mis asesores, expertos en agricultura y comercio.
Eugenia ensanchó una sonrisa para mostrar que poco podía ofenderse ante la alusión de que poseía más conocimientos que sus asesores.
-Usted no es de aquí—Se mofó Eugenia—. Por su atuendo y el de los asesores que le acompañan, podría decirse que poco sabe de estas islas y de sus habitantes—hizo una mueca juguetona—. No pertenece a la clase pudiente inglesa que se ha asentado por aquí. Los conozco a todos, por lo que deduzco que es un pobre diablo que ha reunido dinero suficiente para buscarse la vida por estos lares.
-Entiendo que debo darle las gracias a tan ilustre persona por apiadarse de mí y brindarme sus consejos—respondió Stephen, cargando con sarcasmo y relamiéndose ante el espécimen de mujer que tenía delante.
-Puede hacer lo que le venga en gana, inglés—recogió las riendas de su yegua y la azuzó pasando por su lado sin evitar decir— . Sólo puedo decirle que por aquí no va a encontrar lo que ha venido buscando.
Stephen rio ante el descaro de la joven que le había taladrado el alma con su sonrisa felina. Sin saber por qué, el encuentro le supo a poco, quería conocer más de ella. Tuvo que alzar la voz para hacerse oír mientras se alejaba, sin poder apartar los ojos de aquella mujer.
-Quizás, lo haya encontrado ya. Quizás, era a usted a quien buscaba.
La risa espontánea de Eugenia se alzó por el aire. Miró sobre su hombro al extranjero que había enturbiado su interior con su intensa mirada.
-Vaya al norte, inglés—gritó—. Por aquí no hay nada para usted.
La mirada de Stephen se ensombreció ante la excitación que le produjo ver las posaderas de la joven botar sobre la grupa. En cambio, la sonrisa tardó en desaparecer de su rostro. Había mirado a los ojos a una descendiente de los dioses aborígenes de esas tierras, una mujer que estaba rodeada por la fuerza del volcán que estaba seguro que fraguó su persona.
***
Ambos mantuvieron el recuerdo del otro largo tiempo en su mente. El necesario para no dejar enfriar sus incipientes emociones antes de que sus caminos volvieran a cruzarse.
En los meses estivales, la familia se instalaba en la zona de medianías de la isla. Allí se escondían del calor de la costa y festejaban los días de vendimias. Los Massieu y los Artiles, en sus intentos por cerrar lazos que los uniría a través de Antonio y Eugenia, decidieron pasar la temporada juntos. El humor de ella se ensombrecía cada vez que escuchaba alusiones a su feliz acogimiento entre los Massieu y la añoranza de una nuera por parte de doña Isabel. Eugenia decidió atajar la cuestión planteándole a Antonio lo absurdo de un matrimonio entre ellos. Se habían alejado unos pasos del grupo de amigos y familia, cuando escuchó al pusilánime de Antonio decirle que estaba seguro de que podrían hacer una buena pareja. Enumeró las cualidades de Eugenia, sin mencionar sentimientos profundos hacia ella, sin hacer referencia a la complicidad que debían tener y mucho menos a la atracción necesaria donde sustentar una relación. Eugenia no pudo estar más contrariada. El aleteo de continuo disgusto que formaba su nariz se mantuvo durante todo el día.
Al anochecer, todos acudieron al Hotel Santa Brígida para asistir a la fiesta organizada por el Conde de la Vega Grande. Allí se congregaría la alta sociedad canaria, representada por las distintas familias cuyos apellidos recordaban la influencia inglesa, flamenca y portuguesa de los siglos anteriores.
Eugenia lucía un vestido de noche cuya silueta resaltaba, con escote de encaje y manga corta. El estilo mantenía el recuerdo de los polisones de las décadas anteriores, formando una cascada de encaje, seda y pedrería en la parte trasera. El azul zafiro que Eugenia lucía ensalzaba su belleza. Stephen no tardó en reconocerla entre la multitud que se congregaba en el gran salón. Éste estaba iluminado por grandes lámparas de cristal cargadas de velas. Eugenia se introdujo saludando a todos sus conocidos y siendo presentada a los nuevos. Cuando sus ojos se cruzaron con el apuesto caballero que la miraban indolente con sonrisa de medio lado, sintió cómo su corazón daba un vuelco. ¿El inglés, allí? se preguntó y rio por lo bajo al recordar su encuentro. La noche será divertida, se dijo.
El baile comenzó y las parejas se deslizaron por el suelo de tarima abrillantado para la ocasión. Eugenia disfrutó de la compañía de los caballeros que le hacían dar vueltas por el salón, siendo consciente de que bailaba otra danza muy distinta, con alguien que estaba muy lejos de ella. Stephen y Eugenia se lanzaban miradas, pequeños guiños y fugaces mensajes desde la distancia que hacían bailar sus entrañas. La música avivaba sus sensaciones y lograba que el baile que llevaban sus ojos incendiara sus emociones. Gran parte de la noche se mantuvieron alejados, observándose, siguiendo sus movimientos a lo lejos. Después de recabar información sobre el otro en sutiles conversaciones y agudizando el oído en las ajenas, sus pasos se encontraron a pie de pista.
Eugenia descansaba, tomando sidra de una copa, observando a los bailarines danzar. Se había alejado del grupo de sus hermanos, pues comenzaban a centrar su conversación en torno a su inminente compromiso con Antonio Massieu.
-Lo sé todo de usted—la voz grave le llegó junto al calor que su imponente figura, situada a su lado, emitía.
-Y yo de usted—Eugenia volvió a centrar su atención en los bailarines con sonrisa pícara.
Por fin se había acercado, pensó complacida.
-Me refiero a todo, incluyendo a Massieu.
Aquello captó su atención y se enfrentó al extranjero que mantenía sus manos a la espalada y se inclinaba ligeramente.
-¿Hace referencia a su interés en la política?—Eugenia sonrió coqueta al percibir esperanzas truncadas en él.
-Sí, justamente, hablo de eso—Stephen entrecerró los ojos, dando forma al juego de palabras—. No creo que sea capaz de gobernar a una isla como ésta. No está a la altura de su belleza y pasión, que uno puede percibir con sólo posar sus ojos en ella.
Eugenia supo que hablaba de todo menos de Gran Canaria.
-Me extraña su opinión, inglés—respondió Eugenia con el pulso acelerado y las mejillas encendidas por el mensaje velado—. Todos parecen opinar lo contrario y le auguran un gran triunfo sobre la isla que menciona.
-Pues yo no lo creo capaz de gobernarla, ni de adentrarse en las profundidades de sus barrancos y perderse en su cálida oscuridad—sus ojos bajaron por el escote de Eugenia—. No tiene lo que hay que tener para controlar el volcán que esconde y la pasión del fuego que provoca sin salir escaldado.
-¿Y qué propone para ella?—Eugenia estaba tan eclipsada por su mirada y sus sugerentes palabras que no pudo menos que relamerse los labios—. ¿Una invasión extranjera? ¿Quizás inglesa?
-No —Stephen rio por lo bajo, observando el ceño fruncido de Eugenia ante su respuesta—. Me temo que la invasión inglesa no es la mejor opción.
-Sí, es cierto—la joven replegó sus encantos para mostrarse fría ante el rechazo del extranjero—. Estoy segura de que el coraje necesario para gobernar la isla de la que hablamos se encuentra en tierras holandesas—e indicó con su mirada la cabeza del señor Van del Valle—, o puede resultarle alentador a los irlandeses O´Shanahan —escondió su sonrisa cuando Stephen observó ceñudo a quien se refería—, sin duda alguna, una invasión como la francesa por parte de los Gourié sería idónea para la isla.
Stephen entendió el juego de la joven y la insinuación de que por más que tuviera inclinación por él, tenía más de un candidato para elegir. Sonrió, repasándola con la mirada. Ella, por su parte, esperaba un arranque de mal humor que sacara a relucir la intención de cortejarla. Su sonrisa burlona la enfureció.
-Después de todo, Massieu no parece tan mala opción.—replicó el inglés.
-Inglés, este es nuestro segundo encuentro y ya tengo clara dos cosas—Eugenia aleteó la nariz, ofendida, pues no le había gustado que comenzara un coqueteo que terminara en burla—. No tiene ni idea de cultivos… y mucho menos de islas.
Tras tan clara respuesta, la joven se alejó airada, dejando al inglés respirar el aroma de su perfume, que dejó tras el bamboleo de sus caderas. Ambos eran conscientes de la atracción que sentían por el otro; en cambio, ninguno creyó que tan intensas reacciones llegaran a algo más que unas disputas dialécticas y un sensual cortejo.
***
Con la llegada del otoño, el recuerdo del inglés de intensa mirada y físico imponente continuaba vivo en la memoria de Eugenia. Intentando zafarse de la posibilidad de un compromiso con Antonio, se prestó a acompañar a su tía a Arucas. Hacía unos años que había contraído matrimonio con un miembro de los Gourié y había extendido una invitación a la sobrina con carácter más rebelde y mal carácter, de todas. Su objetivo:hacerla entrar en razón y comenzar a plantearle los beneficios de convertirse en la esposa de Massieu.
La calesa, con ambas mujeres en su interior, entraba a la gran casa por la avenida, flanqueada por frondosos árboles. Sin capota, con sombrillas en sus manos y el traqueteo del vehículo las encontró Stephen. Éste montaba sobre su caballo pensando en su reunión con Gourié, a quien los Miller, amigos ingleses, habían aconsejado que recurriera una vez se hubo instaurado en Arucas. Había comprado tres fanegas de tierra donde comenzar el cultivo del plátano. Gourié le conseguiría los materiales que tenían paralizadas las obras de la vivienda que allí ubicaría.
Sus cavilaciones sobre el tiempo que necesitaría trabajar en Arucas y cuánto tiempo tendrían que esperar su visita a Las Palmas, frenaron ante la visión de la joven de pelo negro y ojos turbadores que tantas noches en vela le habían ocasionado. Pestañeó, creyendo que se trataba de una visión y ensanchó una sonrisa la comprobar que era tan real como el sol que caía sobre su sombrero.
Saludó a la señora y a su sobrina con galantería, mientras disfrutaba de la sonrisa traviesa y ojos esquivos de Eugenia. Ella intentaba guardar la compostura mientras ordenaba a su revuelto corazón que dejara de saltar en su pecho. Sus labios se abrieron al escuchar al inglés.
-Vengo de hablar con su esposo—explicó—. Ha sido muy amable al encargarse del pedido que necesito para mi finca—los ojos oscuros de Eugenia se entrecerraron, sabía que por fin tenía toda su atención—. Recuerdo que no hace mucho, alguien me recomendó buscar tierras por el norte. En estos momentos me doy cuenta de cuánta razón tenía. Es un lugar donde un hombre puede afincarse y dejar que la vida le sorprenda con agradables vecinos.
A la señora Gourié no le pasó inadvertido el interés que su sobrina despertaba en el caballero y cómo ésta mantenía con estoicidad su mirada cargada de intenciones. Con su mano enguantada escondió el atisbo de risa y observó con interés la reacción de los jóvenes.
-Gran consejo el que le dieron, señor Westerling—contestó Eugenia.
Este había dado la vuelta y acompañaba a la calesa rumbo a la gran casa.
-¿Mantiene a sus asesores, pues?
-Llevo un tiempo buscando a quien me aconsejó ubicarme por aquí.
Stephen carraspeó para no reír ante la mirada escandalizada de la joven que, por el rabillo del ojo, le indicaba la presencia de su tía.
-¿Para qué, si puede saberse? —preguntó tensa.
-Para darle las gracias y mostrarle mis avances. Es posible que recurra de nuevo a sus consejos, quién sabe si de por vida.
Eugenia volvió a sentir como sus mejillas se coloreaba ante la confesión de tan arriesgada propuesta por parte del inglés. De nuevo, parecía interesado en ella, pero sin decir claramente si estaba dispuesto a cortejarla o no. A Eugenia le gustaba jugar, pero siempre que ella llevara la delantera. Inspirando hondo, aceptó su respuesta.
-¿Si ya se había reunido con mi tío, por qué ha cambiado el rumbo, señor Westerling?—se burló la joven.
-¡Oh! — Stephen alzó la vista para darse cuenta de que, efectivamente, había seguido a la calesa con el fin de continuar conversando con la fascinante canaria. Guiñó un ojo socarrón para responder—. Me acabo de dar cuenta de que tengo otro asunto pendiente en la gran casa.
Las visitas de Westerling comenzaron a ser habituales en el mayorazgo. Una o dos veces a la semana acudía con cualquier pretexto para visitarlos, arrancarles alguna invitación y mantener la doble conversación que siempre surgía con Eugenia. Los Gourié fueron testigo de los sentimientos que se iban fraguando en la joven pareja. Una noche, después de la cena, la familia Miller, los Manrique de Lara y ellos conversaron en uno de los salones.
Tiempo después, Eugenia se escabulló del salón para perderse en el jardín tropical que su tío había mandado plantar. Stephen le había preguntado por la posibilidad de que ella saliera minutos después de que se despidiera, con el fin de lograr un encuentro clandestino. Ella asintió, con los nervios bailando en el estómago y ojos cargados de tentación. A medida que el sonido de sus pasos, junto al roce de sus faldas, se alzó por los corredores, Eugenia sopesó la posibilidad de que el inglés ya se hubiera ido.
El miedo a ser descubiertos hizo que dejara transcurrir más tiempo del acordado.
Una vez fuera, inspiró hondo. Los sonidos de la noche la envolvieron sin mostrarle señales del inglés. Anduvo con paso lento, entendiendo que Stephen se habría marchado ante su ausencia. Poco después, llegó hasta la charca artificial llena de nenúfares en la parte más alejada del jardín. El ruido de la hojarasca al ser movida la alertó y sonrió al ver cómo la luz de la luna perfilaba la figura del hombre que le había robado el corazón.
No dijeron nada. Sus siluetas se encontraron y sus manos fueron las primeras en romper las barreras de los formalismos. Eugenia suspiró al sentir por primera vez el calor y fuerza de sus manos sobre su guante de seda. Sus manos pequeñas se perdieron entre las de Stephen. Con extrema lentitud, saboreando la cercanía del inglés, alzó su rostro hacia él. Sus pies, enfundados en elegantes zapatos de tacón acortaron la distancia que los separaba. No hablaron, ya lo habían hecho durante semanas.
Había llegado la hora de que sus cuerpos conversaran con la libertad que provoca exponer sus corazones.
Eugenia, fascinada por la altura y el gran tórax de Stephen, apoyó con suavidad la cabeza bajo su barbilla. Suspiró al sentir las manos de él acariciar sus brazos, llegar a su espalda y estrecharla contra su cuerpo. Un suave beso cayó en su sien, siendo el aliciente para levantar su rostro y recibir el siguiente. Stephen la torturó con suaves caricias provocadas con su aliento, rozando sus labios sobre su frente, mejillas, pómulos y en última instancia, aspirando el aroma de su boca. Ella se mordió el labio para contener el deseo de besarlo. Comprendió que Stephen la quería a su merced, deseando que pidiera un beso. Eugenia, a pesar de su inexperiencia, no estaba dispuesta a rogar nada. Por ese motivo atrapó el rostro y borró la sonrisa satírica con sus labios.
Stephen había esperado escondido entre los árboles de la hacienda, convencido de que aparecería. El tiempo pasaba y sus ganas de verse a solas con ella aumentaban. Verla cruzar el gran jardín, con su andar elegante y sus movimientos felinos produjeron en él la necesidad de tenerla entre sus brazos. Hacía semanas que había sucumbido a la verdad de sus sentimientos. Estaba hechizado por la canaria de belleza morena que parecía retar al mundo a contradecirla. Tan fuerte y tan frágil a la vez, pues al abrazarla se dio cuenta de su delicada figura. Se tomó su tiempo para disfrutar de aquel íntimo encuentro, el deseo aumentaba su pulso cardiaco, endureciéndole por momentos. Intentando mantener a su pequeña fiera el mayor tiempo posible entre sus brazos, sin que el temor o arrepentimiento la alejaran de él, disfrutó de su tacto y su olor.
Stephen comprendió que no se podía esperar una reacción normal en Eugenia, ella era pura sorpresa. Se burló de la idea de despertar temor en la joven, pues parecía contener un espíritu fuerte y una pasión que pocos podían dominar. El calor abrasador de sus labios lo tomó desprevenido. Nunca imaginó arder en un fuego tan delicioso como el que Eugenia encendía en él. Ambos sucumbieron ante tan ansiado beso.
Sus labios absorbieron días de contención y sus manos palparon el cuerpo con el que soñaban. En un momento de sensual locura, sus bocas se abrieron, ahondando en el otro. Sus respiraciones se agitaron, amortiguando sus gemidos con sus bocas.
Los segundos transcurrieron con gran velocidad, convirtiéndose en minutos. No podían parar, no deseaban frenar sus caricias y mucho menos abandonar el calor del abrazo. Sus bocas continuaron largo tiempo buscando, provocando y doblegando a su amante, hasta que la necesidad de tumbarse sobre cualquier superficie les hizo darse cuenta de dónde se encontraban. Se separaron unos momentos volviendo a vislumbrar los rasgos del otro en la noche, mientras sus manos continuaron absorbiendo el adictivo tacto del otro.
-¿Puedo suponer que esto es el comienzo de la invasión inglesa? —preguntó Eugenia, sonriente.
-Ten por seguro que sí—le contestó Stephen sorprendido ante los desquiciados sentimientos que la joven le provocaba—. He reunido toda la artillería para pelear por ella.
Ya no podía centrar sus pensamientos en los cultivos y la construcción de la finca sin pensar en la expresión de sus ojos negros valorando su trabajo. Deseaba conocer su opinión y pasar la mayor parte del tiempo con ella, recorriendo la finca situada en Trasmontaña. En ocasiones, se recordaba que había huido de Inglaterra para no contraer matrimonio y casi un año después trabajaba para poder ofrecer a Eugenia una vida como la que merecía.
***
La llegada de los padres de Eugenia propició la reunión que ambos esperaban. Stephen había expresado su intención de cortejar a Eugenia con el fin de contraer matrimonio en cuanto terminara la construcción de la vivienda. La reacción fue tan violenta como cabía esperar. La impasividad de Stephen y la resolución en su mirada terminó por hacer estallar el mal genio, que le desveló de quien lo había heredado Eugenia. El señor Artiles declaró tajante que no iba a consentir que un inglés, muerto de hambre, se acercara a su hija con pretensiones tan absurdas como desposarla. A Eugenia, que esperaba fuera, la hizo pasar para acusarla de estúpida al no darse cuenta de que el interés del extranjero no era otro que la posición social. Padre e hija se midieron con las miradas. El silencio de Eugenia y la frialdad en sus ojos le advirtió que no lograría doblegar su voluntad.
Por ese motivo decidió alejarla de Arucas, llevándosela a Las Palmas al día siguiente. Antes de partir, Eugenia consiguió citarse con Stephen. Éste le hizo prometer que evitaría el compromiso con Massieu el tiempo necesario para que pudiera asentar su negocio en la isla. A cambio, él juró partirse el alma para conseguir ofrecerle una vivienda digna de ella y una vida juntos.
Eugenia no volvió a dirigirle la palabra a su padre, cosa que poco le importó a éste, pues se conformó con que la joven no volviera a mencionar al inglés. Ella mantenía su rutina de siempre, guardando en secreto sus planes de escapar antes de que el compromiso con Massieu se hiciera realidad. Su mandíbula se tensaba cada vez que escuchaba hablar sobre los planes de boda para ella y la necesidad de acelerar el proceso. Las cartas que enviaba a Arucas eran escasas, pues debía escabullirse para enviarlas en persona. Las respuestas de Stephen eran contadas, pues sólo le llegaba a través del señor Miller, un amigo de Londres.
Los meses en Las Palmas transcurrieron con lentitud hasta que, pasado medio año, se anunció su compromiso sin previo aviso. Eugenia sonrió con frialdad y mantuvo la compostura como se esperaba de ella. No explotó, sabía que no serviría de nada. En la cena en honor a ellos no dejó de pensar en Stephen y la urgencia de cambiar de planes. La paciencia era una virtud que desconocía, por lo que días después preparó una maleta, tomó dinero y pidió ayuda a la familia Miller para poder llegar a Arucas. Al alba del día siguiente, un carruaje encauzó el camino al norte.
Consciente de que la noticia de su huida le daría un par de días de ventaja, se presentó en la casa de los Gourié; sorteó la gran vivienda y se dirigió hacia las caballerizas. Se había vestido con su falda pantalón larga, botas, blusa de encaje y chaleco ajustado. Lista para montar a caballo, pidió que le ensillaran uno con la autosuficiencia de siempre, manteniendo su ansiedad oculta tras una sonrisa afable. Nunca había visitado la hacienda de Stephen pero supo dónde se encontraba la zona de Trasmontaña. Cabalgó hasta llegar a una loma desde donde vislumbró las fanegadas regadas de apretadas plataneras. Una construcción sobresalía en el medio, encima de una pequeña colina.
Siguió el camino de tierra hasta que su montura la llevó a los pies de la gran casa de planta en U que Stephen construía para ellos. La parte central estaba terminada, se podían observar los anchos muros de piedra que se cubrirían de cal, los ventanales y el corredor de la parte superior que conectaría las estancias con una balconada. Quedaba mucho por hacer, pensó. No recordaba haber vivido en un lugar tan sencillo, pero no le importó. La robustez de la vivienda le otorgaba un aire de refugio que la atrajo. Era el lugar idóneo para vivir con quien amaba, sin importar nada más.
Entre los trabajadores reconoció las anchas espaldas de Stephen, que entraba al interior cargando con varios tablones de madera. Era uno más, no le había quedado más remedio, pues era preciso terminar cuanto antes la construcción con el fin de comenzar su nueva vida juntos. Al salir, Stephen se secó el sudor de la frente con la manga. Estaba sucio, olía a sudor, su piel estaba bronceada por el sol y su andar reflejaba tanto cansancio como determinación. Quedó paralizado en el vano de la puerta cuando se topó con la imagen de Eugenia bajando del caballo, tomando las riendas con la mano y colocando la otra como visera mientras observaba todo a su alrededor.
La había echado tanto de menos que su imagen lo conmovió. Apoyó un hombro en el marco de la puerta, cruzó sus brazos y sonrió mientras absorbía cada arruga de su ceño, cada mueca de su boca y cada suspiro de resignación que emitía la joven. La tenía donde siempre la había querido; allí, con él, en su hacienda. Eugenia no tardó en advertir la intensa mirada que el inglés le dirigía, por lo que Stephen ensanchó su sonrisa al contemplar su encogimiento de hombros al verse sorprendida.
La joven no parecía avergonzada por presentarse sin avisar. Apretó el paso, introduciéndose en lo que algún día sería el patio delantero con la mirada clavada en él y la actitud de la dueña y señora del lugar.
-¿Inglés, tienes hueco ahí dentro para mí?
-Todo esto lo he hecho para ti —respondió Stephen sonriendo, mientras se contenía para no abrazarla y besarla como deseaba.
-Podrías haberte esmerado algo más —bromeó, arrugando la nariz, señalando con la cabeza el caos del material esparcido en el exterior.
Stephen soltó una sonora carcajada, la tomó de la mano y tiró de ella para estampar su espalda contra el vano de la puerta. Sus ojos tuvieron unos segundos para sonreírse antes de sucumbir a un apasionado beso. En cuanto la realidad logró colarse en la mente extasiada de Eugenia, comenzó a darle manotazos para apartarlo. Resumió su situación urgiéndole a decidir si estaba dispuesto a casarse con ella de inmediato y soportarla el resto de su vida. Stephen frunció el ceño ante la seriedad que escondía las bromas de la joven y, sin mediar palabra, la montó en el caballo y juntos partieron hacia el pueblo.
Agarrada a su cintura, satisfecha a pesar del futuro incierto que se abría ante ellos, sonrió al salir de la gran finca.
Era consciente de que tendría que sacrificar una vida cómoda y llena de lujo por otra más sacrificada junto a un comerciante que hacía poco más de un año se había instalado en la isla. Su espíritu aventurero, tozudo y libre, le confesó sus deseos de empezar una vida donde poner a prueba su fiero carácter. Estaba convencida que solo era cuestión de tiempo que aquella hacienda se convirtiera en tierras productoras de plátanos junto a un negocio prospero de exportación.
-Me gusta tu hacienda, inglés— le confesó apoyada en su hombro.
-Eres lo único que me importa, Eugenia— le respondió, apretando la mano que se agarraba a su cintura—. Y así espero que conozcan nuestras tierras, como la Hacienda del Inglés.
El párroco quedó sorprendido por la exposición de la realidad de los novios. Ella insistía en que jamás obedecería a su padre contrayendo matrimonio con quien no amaba y pedía encarecidamente que bendijera su unión con Stephen en ese preciso momento. Les llevó varias horas de conversación hasta que el párroco aceptó casarlos, previa recompensa económica por parte de Westerling. Antes de que pudiera oficiar la ceremonia, el padre de Eugenia apareció bramando contra la tozudez de su hija.
Varias horas más, gritos, lágrimas, amenazas y lamentos fueron necesarios para que el señor Artiles rugiera su condena al olvido. Si bien era consciente de que el párroco intentaba llegar a un acuerdo pacífico, a él poco le importó. Su hija acababa de morir en aquel instante y la repudió para siempre. Eugenia declaró que a partir de aquel día sería una Westerling y que jamás utilizaría el apellido Artiles, pues su familia se negaba a aceptar su decisión de vivir junto al hombre que amaba.
Jamás olvidaría el día de su boda, por lo amargo y dulce que fue. Recibieron el santo sacramento llenos de tierra, con las ropas sucias y aspecto desaliñado. Antes de salir de la parroquia, el sacerdote confesó que nunca había visto a unos novios con la hermosura del amor bailando en sus rostros. Sus manos entrelazadas fueron el vínculo que los uniría hasta el fin de sus días.
Eugenia siempre guardaría para sí el recuerdo de la noche de bodas. Una noche mágica en la que disfrutó de las caricias de su esposo bajo el cielo estrellado de Canarias. Nadie apostó por su felicidad, tampoco por la prosperidad de la pareja. A ellos poco les importó, pues se centraron en llenar sus días de felicidad.
La historia de la familia recordaría que Eugenia y Stephen Westerling, sembraron la semilla de lo que algún día sería un rumor que volaría con las notas de una folía.
Si has llegado hasta aquí, sólo te queda conocer la historia de amor que surge entre Tomás Westerling y Luisa López en El Rumor de las Folías.